viernes, 27 de julio de 2012


El Generalosky

No me gusta mi trabajo. Cerrar sobres con la saliva de mi lengua no tiene nada de atractivo. El de a lado al menos tiene la misión de sellar cada uno, ya que cada día tiene unos conejotes en los brazos. Pero sigue teniendo la misma panzota y el mismo culito con el que se sienta durante horas para comer sus donas. Por eso mi padre decía que debía ser un cazador: al menos había una emoción por cazar o equivocarse y disparar al vecino. Mi padre intentó muchas veces lograrlo, pero el vecino fue alguna vez general y detectaba su maldad. El Generalosky, así lo llamábamos, presumía ser un ruso de raza pura, aunque tenía una mitad africana, de allí que era alto y prieto. Pero aún así era el Generalosky.
            —Mira hijo, debemos cambiar nuestra técnica para cazarlo.
            No se le escapó.
Mi padre siempre me llevaba a un bosque con niebla. Adentro, quizá por nuestra borrachera, escuchábamos susurros y una gaita en medio. La gente decía que comíamos hongos, de allí el efecto. Pero el alcohol no produce esas cosas, o en el registro mundial de borrachos, no han escuchado una gaita en medio del bosque y susurros de guerreros alzando sus mandobles. Escuchábamos también unos caballos que jalaban una carretilla, escuderos deslizando el armamento. Cosas raras. Mi padre de tambaleaba con los sonidos, aún así se aferraba a su rifle. Tenía entendido que no tenía permiso para disparar. Era de los que deportaron en el servicio social, pero aún así se aferraba.
—Quiero colgar la cabeza del Generalosky en nuestra chimenea.
—Pero no tenemos chimenea papá
— ¿Cómo diablos no? Muchas veces estampé a tu madre en la pared para que se hiciera un hoyo.
Claro, a mi padre le gustaba soñar.
Entre la niebla encontramos un bultito que caminaba, muy alto por cierto.
—La pinche jeta del Generalosky debe estar en mi pared.
Mi padre se acercó. Quería verse muy francotirador. Escuchábamos la gaita y los caballos como siendo quemados por una llamarada invisible. Pegó el tiro al bultote y cayó de inmediato. Se acercó y lo comenzó a desvestir. Como queriéndole buscar algo. Le sacó sus medallas de honor, las hurras que tenía en el pecho, en vez de seguir vomitando la sangre. Eso le dio asco a mi padre e hizo lo mismo, sin importarle si le manchaba el pantalón. Le siguió quitando sus pertenencias.
—Debemos llevarnos al Generalosky, para cortarle la cabeza.
—Papá…
— ¿Qué quieres?
— ¿Cómo nos lo vamos a llevar?
—Pues en las espaldas.
—Papá, está bien largo.
— ¿Apoco desconfías en la fuerza de tu padre?
—Es que está chico grandulonzote.
— ¡Chingao! Pues yo me lo echo.
Imagínate a mi papá, que medía si acaso un metro con sesenta, en comparación con el Generalosky, que era un tipo de dos metros. Al principio intentó llevárselo a su espalda, pero tronaron las vértebras y se cansó. Del tedio, se lo llevó arrastrando.
—Papá, se le anda deshaciendo su cara.
— ¿Y ahora por qué dices eso?
—Pues lo estamos llevando entre las piedras. Ya se le cayó un diente, y le cuelga un ojo.
—Vuelve a ponérselo en su lugar.
Y el pobre chiquillo que era, además de explotado ante un homicidio, me tocaba ponerle en su lugar el ojo. Afortunadamente, mi padre me había entrenado para reconstrucción de cuerpos con animalitos que cazaba, desde conejos hasta un armadillo, que según bueno para mi acné. Esta vez, tenía que poner en práctica mis conocimientos con el Generalosky.
Llegamos a casa. Con esfuerzos subimos el cuerpo en la mesa. Aún su piel estaba un poco tibia. En un momento pensé que iba a abrir los ojos y apretar nuestros pescuezos. Pero estaba aplacado. En su lugar.
—Ayúdame a cortarle la cabeza, hijo.
— ¿Con qué, papá?
—Tráete un cuchillo que usa tu mamá para la carnicería.
— ¿Y luego?
— ¡Chinago! Haces muchas preguntas. Solo hazlo y ya.
Iba a ir justo cuando expidió un olor asqueroso el muerto. Recuerda que aún estábamos ebrios y no sabíamos lo que hacíamos.
— ¡No me digas que ni aguantarás, animal! Vamos hijo, ayúdame a ponerlo en la bañera.
— ¿Queeeeé?
—He dicho: lo vamos a bañar
 Lo azotamos en el piso y lo llevamos al baño. Abrí la llave de agua tibia, para que no sintiera tanto frío. Mi padre le quitó el pantalón y los calzones rojos que traía puesto. De inmediato soltó una risa, pues se burlaba del corto pitillo del Generalosky.
—Deja de fijarte papá, mételo al agua.
Le enjuagamos el cuerpo poco a poco, pues nos daba cosa bañar a un muerto. Recuerda que seguíamos ebrios, y los muy tontos dejamos la ventanota abierta que teníamos en la bañera.
Se nos cayó a la casa vecina.
Justamente, el cuerpo cayó en el baño de la mujer del Generalosky, mientras se bañaba.
—Hi honey, fue lo último que supimos que dijo.
Mi padre desapareció de la casa. A pesar de recibir golpes, mi mamá le lloró un río. Para esconder mi paradero, me metí de sirviente, cocinero, incluso de político, pero para no ser descubierto, mejor quise ser cartero.
No me gusta mi trabajo, pero tampoco el extremo es lo mío.


jueves, 26 de julio de 2012

Una celda




A Jacobo Timerman
Aquí estoy. Tengo frío. La habitación donde me encerraron es demasiado pequeña: apenas puedo estirar mis brazos hacia los costados. No puedo dormir acostado. Mis rodillas me duelen todos los días porque siempre estoy parado. Me tiemblan por la falta de equilibrio. Duermo de pie. A veces siento cómo me caminan las hormigas sobre los tobillos, siguen los muslos y se detienen en mis cojones. Quizá allí no sufren de frío. Sobre el hirsuto, como campo minado, se esconden y no se mueven durante horas. Algunas mueren en la travesía; otras, suben a mi pecho, brazos y axilas para detenerse en mi boca. Todos los días trago, si acaso, una bocanada. Es de los pocos alimentos que consigo. Cuando se acuerdan de mí, entran a preguntarme que si quiero comer pan, tomar agua o excretar. Soy muy afortunado: tengo mi propio pozo. Antes me llevaban a un cuarto donde pisaba mierda mientras buscaba un lado dónde hacer; como sabrás, algunas veces me sucedían accidentes y más de una pierna se mojaba de orina. Pero ahora soy afortunado con mi pozo, aunque me duela inclinarme. Soy muy afortunado. Soy el que posee la celda sin número, tal vez soy muy especial para que no me registren. La celda aislada. La celda polvorienta. La celda de todos los silencios. Aún así escucho cuando los vigilantes llevan a un preso desnudo y  lo hacen repetir frases como «Soy maricón», «Tengo el pito corto», «Mi madre era la putita de la cárcel» o «Me gusta que me lo metan». Lo más probable es que le hacen lo último que recita, pues escucho que los pegan hacia la pared y los gritos se salen por la nariz y boca. Unos ni siquiera pueden sentarse al día siguiente o no quieren volver a verle los ojos a uno de los hombres que protegen las celdas. A mí no me toca eso aún, o no me eligen por ser judío —al menos he escuchado esos rumores a mi favor, pienso —. No tengo castigos de ese nivel: me dejan en este celda todo el día, parado, dejando que las hormigas sean devoradas como sacrificio para mí y sentir el recorrer de mi orina en la entrepierna. Soy muy afortunado, aún así. Aquí estoy. Sigo esperando a mi visitante: una mosca. El sonido del aleteo me recuerda a Claire de luna de Debussy. Tiene que llegar mi única visita. Tiene que llegar.     

domingo, 22 de julio de 2012

Cubierto



El polvo cubre una ventana
donde te veo sonreír
ni siquiera parpadeo
porque quiero verte
no tengo miedo
a los escorpiones que se meten
en la entrepierna
ni a esos pájaros
que carcomen mis ojos
solo te veo
en el reflejo de los peces
en cualquier montaña
no quiero parpadear
me imagino el olor
de tu piel curtida
hace tiempo que envejeces
y el viento no te ayuda
a morder el anzuelo
del otro mundo
sigues vivo
con tus pies roídos
incluyendo tu rostro
lleno de manchas
sin saber a dónde llegar
a morir
yo soy la sombra
de lo que fui
la que sigue tus pasos
y la que han sobrepasado
pies ajenos
muecas gangrenadas
o cualquier cosa
que me provoque
la ansiedad por
devolver
lo que jamás he recibido
y tengo tu huella
en un precipicio
donde apenas
se escucha
respirar
la roca
que te cubre el cuerpo
y no volviste
a caminar. 

martes, 3 de julio de 2012

Instrucciones para perder la vista




Inhala. Puede atraparse la inmensidad del aire, sin piedad, hasta hinchar sus pulmones. Exhala. Arrójelo al no pertenecerle. Ni a las criaturas, ni a los destellos de luz. La posición de montaña sigue, esconda el torso y la cabeza en el piso, y levante la cadera. Sienta los temblorcitos de su cuerpo. Relájese. No se va a morir. Es parte de su formación como humano en el entorno. Imagínese las veces que le han sacado los ojos al piso por escupirle la cara. También imagínese si tuvo boca para opinar, pero no porque el invierno lo congeló. Imagínese. Sienta cómo se remuerden sus dientes cada vez que alguien pisa. No se preocupe, en caso de molestarle las vibraciones, mejor aguántese. Atlas ni se queja. Luego de ser montaña, conviértase en una cobra; para ello deslícese aunque le truenen sus vértebras. Ha pasado el invierno y el reloj empieza a caducarse. Ya me cansé de no tutearte, dispense las molestias, pero usted no está viejo, no lo suficiente para tener el respeto. Los tornados juegan con tu cabeza. Te llevan de un costado al otro, entre los anillos de Saturno. Pasan las estaciones y no te das cuenta porque las flechas del reloj se incrustan en tu mentón y frontal. Te transformas. Dejas de ser cobra. Tu veneno se disipa, no es efectivo para los escorpiones que te rodean. Ahora se desaparecen las manos, las piernas: se las traga el suelo. Eres una piedra roja. Te pudres, sin darte cuenta. Algo queda, un silencio, el hueco de la hora. Para que no te duela inhala y exhala lentamente. Quizá como piedra ya no percibirás el suspiro, por eso debes tener a la mano un ungüento. El olor te hará reconocer cualquier planta. Lástima que se fue el invierno y ninguna estación sigue por el otoño. Las hojas caen. Raspan y abren cada una de las heridas. Asegúrate que no caigan en tus brazos. Pesan más que el cemento. Más que la ceja fruncida de ira. Si es así, comienza el dolor y sin la respiración es una pesadilla. Las hojas caen diciendo que son los lamentos de un cometa, la llegada de los sueños o de los elefantes rosas. Si te duele mucho más, alguien puede rociar el cuerpo. Una memoria sustituyendo a la mirada, al gesto, al tacto. Una memoria se convierte en una mano tibia rodeando tu silueta y buscando tu piel a punto de colapsar. Ves cómo las hojas de otoño son navajas amarillentas. Los destellos que pronuncian, te ciegan. Al principio sientes cómo penetran los párpados, después los lamentos se deshacen con las pestañas. Y no te das cuenta que arrancan también un hilo que desaparece de tu garganta. Es un hilo larguísimo. En caso de tener sed es preferible que los oídos estén tapados, de lo contrario desearás tener una cascada en medio de la habitación, pero es otoño, y el otoño no puede ofrecerte la selva. El otoño se hace cargo de todo, menos de tu sed. Si quieres saciarte la sed, deja que tu cabeza vuelva a caer. La sentirás pesada, por eso ocuparás de tus palmas para sostenerte y poner tus piernas sobre los codos. Así es: eres toda una escultura para defenderte. Para arrancar las piernas del suelo empuja tu lomo, hazlo, eres más fuerte ahora. Lo has logrado sin queja alguna, aún así el otoño salpica tus rodillas. Germina la sangre. Inhala. Exhala de inmediato. Inhala y raspa tu aliento. Es el otoño que aparece y sigue cortando con sus navajas. Aún así, alguien toca tu espalda podrida. Es un refugio mientras el otoño persevera. Sus navajas se convierten en cuchillas de doble filo. Te reparten con los demás objetos. Ya no sabes dónde quedan tus piezas. Para recuperarlas, juega a que eres el ciego del Universo y llámalas con la mente, con la lengua invisible o con el eco. Tal vez no te escuchen. Es que ya no son parte de ti. Son del otoño. Inhala simplemente. Hasta cuando dejes de respirar, te devolverá lo que le debes. Para entonces ya no los ocupará. En caso que te urjan los miembros para nutrirte, adelanta las manecillas del tiempo. Si se destruyó antes, espérate hasta que sea octubre nuevamente. Tardará un poco y no tendrás lágrimas con qué consolarte. Suminístralas en gotitas dosificadas. Así no sentirás tanto dolor.