miércoles, 4 de abril de 2012

Jardín, kioscos y boleto



Y quiso huir de la ciudad porque debía demasiado como para ser esclavo en toda su vida. Caminó un kilómetro escondiéndose entre los portales y kioscos. Tenía dos días en la cárcel por un delito: ser cómplice de un robo en un banco. No fue cómplice. No supo que se trataba de un robo y lo asimiló como simulacro para que los clientes aprendieran a defenderse. Lo malo es que lo juzgaron de cómplice y se quedó en una patrulla de colores psicodélicos. No quería pagar, y por más que haya explicado la situación íntegra y molestosa, no hicieron caso. Cuando pasó por los portales decidió sentarse para usar un sombrero y contemplar los jardines que le ofrecía la ciudad. Tomar un café. Observar el pasto crecido y la derrota de la cantera. Sí, en ese portal se había quedado para esconderse de los policías. Entró al baño y apareció con bigote improvisado. Tomar un café en un portal era sagrado. Olerlo, saborear el polvo del café. Olerlo sin ser comunista. Olerlo con la pregunta en la mano. Bueno, eso pensó, y más cuando vio a dos policías rastreando la cafetería: le tocaba huir. Tomó su portafolio, dejó el dinero con propina y salió discretamente. ¿Pero a quién se le ocurría llevar un gorro panameño en la cárcel y usarlo durante el viaje? Lo peor es que nadie tenía el distinguido atuendo. La persecución empezó con la mirada y después con los pies. Caminaba a paso rápido hasta perderse entre la gente; pero los policías tenían ojo afinado (sin daltonismo o complejo de Edipo) y lo siguieron durante el recorrido. Pero tengo que ir a mi destino: mi boleto lo vale. Iba a tomar el tren a la una de la tarde, y las once iban a dar. Conforme caminaba más, se aproximaba a las palomas comiendo granos de arroz. Los policías iban a marcha con las cinturas regordetas. No, no quiero que me lleven, pensaba luego, y desesperado comenzó a sentir el tic-tac de su mal de parkinson: el mismo que lo detiene justo en el momento de correr. Resonaba el tic-tac y cayó su primera rodilla hacia el suelo, y la derecha al último porque sus manos se adelantaron para morir. Una paloma se acercó al verlo tirado y comenzó a ulular como si llamara a sus demás compañeras para ver el caso delictivo. Los policías casi llegaban. Y quiso huir de la ciudad, pero entendió que sería imposible, y creyendo ser un humano la sombra de la paloma, se le aferró como si fuera la última esperanza. Por favor, quiero que lleve este boleto a la estación del tren: diles que al rato llegaré a mi destino. La paloma recibió el boleto del tren con mucho gusto, sobre todo en su pico: no vaya a ser que uno de los policías se lo quieran llevar para viajar en el tren, bien cómodos. No dejó siquiera la palabra “tren” viva. 

*Mención Honorífica en el Primer Concurso Internacional de Nano Literatura de "Proyecto Expresiones"

2 comentarios:

  1. Siempre hay una paloma o un folio a mano...
    saludos,

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  2. Hay demasiadas palomas en la ciudad donde vivo: en su honor es este cuento. Saludos.

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