Antes que el semáforo se muriera, la mayoría de las personas visitábamos
esa plaza donde nos encontrábamos felizmente. Las columnas estoicas donde los
jóvenes rayaban y pegaban el chicle, el coliseo inventado por los mozuelos de
teatro, la plaza… la plaza. la música de los años 60’s resonaba, las faldillas
amponas, los domésticos acompañados por una familia bien definida, dulces,
patines donde se caía la mayoría al no poder definir correctamente la palabra
equilibrio; los cuentos, los dinosaurios, el cómo guardar el alimento a través
de recipientes prácticos; la ropa floja, los suéteres extensos; las libretas cuadriculares,
el jabón, el tomar más de dos litros de agua (y cuando la desperdiciaban,
también la misma cantidad); hablar sobre el cuidado del ambiente, la
no-televisión; la muerte de los grandes genios; el teatro (otra vez); el
comienzo de los maldichos y cacofonías; la desconocida enfermedad que nadie
deseaba ser contagiado (y el planteamiento de no tocar al infectado); el vivir
en una galaxia lejana, tener mascotas robóticas… todo era ilusión, comas y
figuras borrosas.
Ahora el semáforo está derribado. Las
calles rotas. Hubo un terremoto, y la mitad fue dividida para los
sobrevivientes. La otra mitad se congeló. Unas criaturas, con alas cosidas en
sus espaldas, recogen los rastros de lo que fue anteriormente una planta. Las
criaturas reconstruidas cual mecanismo de defensa programado, en modelo 710 de
metal antiflamatorio. Las casas en arena. Los cuerpos congelados. Un perro
sigue con vida. Recorre sus músculos. Ve a una de las criaturas. Le sonríe. La
criatura lo lleva a un lugar desconocido para reunirse con las demás estrellas.
Así era antes el semáforo: con una
plaza que nadie olvidará, ni el tiempo emergida en ella, como si todos
quisieran ser distintas épocas.
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